En un plano general se vislumbra la inmensidad de una ciudad, mientras un desfile de personajes anónimos recorren la plaza central de Tegucigalpa. De pronto, entre esa multitud la cámara concentra su atención en una figura, de quienes segundos atrás hemos conocido apenas cinco letras. Este personaje semi-anónimo observa sigilosamente su alrededor. De golpe y sin retraso, este personaje-figura conjura con su voz tres dimensiones de su vida: es un violinista, homosexual y ateo que vive y respira en el centro de Tegucigalpa. Esa revelación definirá el tránsito de la película y prepara una aventura llena de manifestaciones y declaratorias.
¿Qué hace un músico en una ciudad violenta? La obviedad salta a la luz como una verdad ausente de subjetividades y discursos sentenciosos, o quizás no. Estamos ante una visión, con recursos expresivos ya transitados en películas de no ficción, pero con un despliegue y elementos que potencializan su eficacia narrativa. Samantha Hernández decide retratar una Tegucigalpa onírica, descrita con frases polisémicas en palabras de un paladín que, con interludios de su vida, describe a la ciudad como un agente sonoro, con vida propia y texturas audibles definidas.
En la película seguiremos a este personaje-figura, que con su voz da testimonio a sus avistamientos, nos conduce por los rincones de su mente y de la ciudad misma. Una ciudad que escuchamos como él la percibe; hay música en el aire, hay frecuencias bajas. La película obliga a ver y escuchar a lo que él presta atención y no solo eso, sino a tomar en cuenta sus expresiones, sus risas y modulaciones de voz, ambas son consecuentes con lo que ve.
En su laboratorio — un edificio de pisos amarillos —, las sombras cobran protagonismo, la luz incandescente se apaga y apenas señala su rostro, otro estuche se abre para conspirar en sus rituales que configuran el sentido de su vida. Basta con ver los encuadres que centran su mirada para notar que algo cambió. Esta ceremonia, ordena, orienta y controla sus declaraciones políticas; una burla para las convicciones de una sociedad conservadora como la hondureña. Es lo que yo quiero hacer. Yo quiero hacerlo y puedo hacerlo, la cámara recoge las imágenes de esas afirmaciones, la noche acoge la ciudad que pronto es asaltada por un abanico y pintura: estamos en otro espacio un espectáculo lleno de luces de neón. Acá no hay voces que nos expliquen lo que vemos, pero un rostro da fe de otro microambiente provisto de desfachatez, mientras el cuerpo danza al son de una electrizante música. Propios y extraños ven los movimientos de una silueta dotada de libertad, sin barrotes que la aprisionen.
Este texto forma parte del CUADERNO DE EJERCICIOS CRÍTICOS I, publicado por el Centro Cultural de España en Tegucigalpa, año 2020.
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